Debo reconocerlo. Ansío esos tugurios nocturnos, casi clandestinos por los que gente sin alma, despistados y sibaritas, dejaban medio verse al amparo de un wiskey on the rocks. No voy a negarlo, la nocturnidad y alevosía con la que me encontraba en aquella barra del bar me aportaba tanta o más calidez que el agua ardiente que corría, de manera pausada, por mi gaznate. Y ella, siempre ella, pausada y alocada, sensible y socarrona, que me hacía sentir más humano si cabe, sonando para mí, acariciando mis sentidos y haciéndome tan especial como al resto de locos soñadores que me acompañaban. Y no es poca cosa, en los tiempos en los que vivimos. No señor. Y ahora, desde mi rincón de pensar, no dejo de visitar esos antros, puntual, como cada noche, ataviado con mis mejores intenciones y pretensiones y dispuesto a recordar que en los pequeños detalles, inventados o no, está la esencia de la vida. De nuevo y más que nunca, como cada noche, vuelvo a soñar.
Autor: Jose Minguell Calvo