Coraje sin tiempo y sueños de infinitos instantes, que a toda velocidad se presentan ante ti, como los fantasmas que te arropan cada noche, de un tiempo a esta parte.
Y un eterno retorno interminable que trepa desde lo más profundo del alma, queriendo alzarse para no morir ahogada, entre recuerdos, porqués y heridas que supuran sin piedad.
Mientras, una voluntad férrea acostumbrada al olor del éxito, comprende que no todo depende de ella, a pesar de sus errores, a pesar de sus traiciones.
Ahora es tiempo de errar en soledad, apartar el sentido del viaje y dejarse llevar por el incansable movimiento del mundo, mientras gira, lentamente, a tu alrededor.
Pasajero sin butaca ni billete y sin más destino que el que está por escribir, obligado a preparar un equipaje a ninguna parte, desterrado por una apariencia que nunca fue sincera, por no mostrar lo real de su ser.
Sin perdón, vagamos por una realidad, topando con piedras en el camino, dejándonos media vida, cada vez que caemos, sin más abrazos que nos sujeten que los que soñamos despiertos para recordar que un día, fuimos humanos.
Compositor, de infinitas vidas, propias y ansiadas, es tiempo de hilvanar ese tejido íntimo, a veces desesperado, siempre presente. Debes tratar de ser fiel a tu vuelo sin motor y planear, a pesar de todo, sin importar que tu rodilla se hinque con fuerza en el suelo.
No dejes que tu rostro se vuelva a empañar con los renglones húmedos que destripan lo más íntimo de ti, que te dan la vida y te la quitan a partes iguales, en un juego tan macabro como necesario. Y si lo haces, que lo sepan bien alto, hasta no poder más.
Cierra los ojos aunque no puedas ni debas. No te asustes si continuas siendo testigo de ese mundo que te rodea, eterno y cruel. No tengas prisa ni sufras al ver cómo caes sin remedio. Déjate morir por instantes, no temas. No pienses en lo eterno del tiempo mientras contemplas todo arder y aunque sea mentira que nada sea para siempre aprovecha y ve, presto, a moldear letras y sentimientos, palabras y alma.
Cincélate y perfila lo que no quieres reflejar, pues eso será lo que te salvará. Que no te importen las miradas condescendientes ante tan desesperada muestra de sentimientos. Desnúdate sin pudor y muestra tus miserias para que todos sepan su verdadero significado. Ofréceles el camino hacia esa tierra en la que transitamos sin excepción y en donde aquellos que un día fueron, dejaron también sus huellas entre lágrimas y sueños.
Sálvate y escribe hasta que te sangren cada una de las vivencias que se apoyan con firmeza a cada paso que das. Corre y ofrécenos los secretos que guardamos con recelo y pudor. Ábrenos los ojos por fin y confía en que al final de todo, la solución la encontraremos en el tiempo que nos dedicas, cada vez que compones.
Estupor o tal vez el aire narcótico que tomo prestado, sabiendo que lo necesito, sabiendo que un día acabará conmigo, se presenta en cada mirada que avanza, en cada paso que divisan mis adormilados ojos.
Huellas, que no llego a reconocer como propias, aún sabiendo que el camino me precede, cargado de historias henchidas de paralelismos tan reales que la vida me despierta en sueños, de madrugada, junto a ti, aún sin estar a mi lado.
Y mi alma, pertrechada por la historia de mi memoria, pretende iluminar veredas ya marcadas sin saber que la luz no se refleja en su interior. No cuando necesita abanderar la guía de un cuerpo y una mente, ciegos por momentos finitos, de los que nunca acaban.
Y tal vez deba cerrar los ojos, como los moribundos en su tránsito efímero, para ver lo que no logro escuchar, para oír lo que mis pupilas necesitan contemplar, al menos una vez más, tal vez para siempre.
Quizá los renglones que escribo cuando duermo, deba liberarlos a los cuatro vientos, aún sabiendo que pueden ser apresados por el olvido, ese que nos acompaña al nacer y al morir, el que necesitamos como el aire que respiramos, el que nos ahoga en el peor momento de una felicidad efímera.
Estupor, o tal vez aire narcótico que engaña a mis sentidos, pero no a mi alma, pues ella ya dejó sus huellas en caminos que me precedieron, en veredas por las que aún no he transitado, hacia direcciones que aún están por escribir.
Cuando no queda nada de ti y finges hacer lo que no puedes soportar.
Cuando te ahogas en cada suspiro.
Cuando mueres en cada latido.
Cuando me ahogue en lo más profundo de mi ser, es cuando me podrás recoger, ya que habré dejado de caer, aunque no de morir.
Cuando recuerdes el hoy y el ahora.
Cuando vuelvas a hacerlo y sentir lo mismo.
Cuando empieces a sentir pena de tu pena.
Cuando sientas a flor de piel cada segundo, será cuando te des cuenta que he aprendido a caer, a ahogarme en cada suspiro, a morir de nuevo una vez más y por siempre.
Y me levanté, rápidamente, con vehemencia, sin dudarlo y sin sentido. Giré sobre mi propio eje corporal, intentando centrar mi ridícula mirada, buscando sin saber lo qué.Pero no podía dejar de moverme, lo que hizo que me agachara cual junco, siguiendo con la mirada, la línea de las juntas de las baldosas del suelo, sin cesar, sin parar y sin más espacio que el de la pared, que me obligaba a tomar una decisión complicada en ese momento: o terminar lo que había empezado y se presumía sin sentido o continuar con la historia frenopatica.
Tuve suerte, estaba solo y esto me calmó lo justo, lo suficiente, ya que lo absurdo, a solas, parece más liviano. Pero perdona, no puedo parar y continuo buscando, por las paredes, blancas, muy blancas, bueno no tanto, existe algún tipo de mancha, que por cierto tengo que pintar. Abro el armario y acaricio sin demasiado cariño a las prendas más gruesas y maltrato sin pudor al resto. Parece que no encuentro lo que busco ya que sigo con el baile de san vito. Y ahora salto, salto sin parar y por mi altura rozo con el techo, muy cerca, demasiado y aterrizo sobre los calcetines y resbalo y me caigo pero reboto y vuelvo a ponerme de pie, erguido, sin piedad y sin sentido, para variar.
Aprovecho y me visto. Mientras voy escogiendo la ropa que me voy a poner, mantengo activado el piloto de búsqueda por el resto del piso. La cosa se complica ya que diviso platos sucios, muchos, demasiados, todos los del mundo y rezaba para que mi impulso psicótico de búsqueda, no le diera por dedicar mucho tiempo a esa parte de la casa, entre pilas y pilas de tazas, platos y latas que allí había.
Dos horas después, y acabando de analizar el ultimo cacharro de ikea con nombre élfico, finalizo la búsqueda. Por lo que parece, poco exitosa. Nada diría yo. O eso creo, no lo sé, es todo muy raro. Giro de cuello y voy al W.C., a la sala de estar, por toda la casa, por todos los lados, mirando no sé qué, queriendo encontrar vete tú a saber y preguntándome el motivo de todo. Si antes no estaba muy preocupado, ahora empezaba a estarlo y mucho .Hablo sólo, bueno contigo, y me contemplo como si me viera fuera de mí. ¿No sabrás nada de todo esto verdad?
Me paro, y me quedo quieto ¿He terminado? Cojo las llaves y abro la puerta de la calle, bajo las escaleras y suerte tengo porque hay muchas y podría pararme a buscar también entre peldaño y peldaño. Tres horas después termino de bajar el último tramo de la escalera y cuando el desastre iba a perpetrarse por salir a la calle en ese estado y por tener a mis pies todo un mundo que analizar, de repente me paro .Con serenidad, demasiada diría yo. También lo hice con pose, muy buena por cierto y pundonor, muy digno. Estaba orgulloso de mí. Complicado después de todo el proceso vivido. Me giro y dirigiendo el dedohacia el botón de llamada del ascensor, lo aprieto, sin dudar, sin vacilar. Ni fuerte ni suave, eso sí, con decisión. Se abrieron las puertas, entré y volví a apretar el botón. Y mientras subía el ascensor mis cejas se arquearon, pareciendo comprender el motivo de todo lo que había pasado. Salgo del ascensor, subo las escaleras. Me restregó los pies desnudos por el felpudo, justo antes de introducir la llave que abrirá la puerta de casa. Dejo las llaves en el cenicero de la entrada y pensando en voz alta, dispuesto a contarte la causa de todo lo acontecido, entro en la habitación y mi sorpresa fue tan grande que tiró al traste mi explicación a todo esto. En la habitación estaba yo mismo, frente a mí, mientras me levantaba rápidamente, con vehemencia sin dudarlo y sin sentido, girando sobre mi propio eje corporal, intentando centrar mi ridícula mirada buscando sin saber lo qué.
No hay peor enemigo que aquél que se infiltra entre los suyos, mientras va corroyendo, como lo hace el ácido con los elementos, sin piedad y de manera inexorable. Los motivos, miles. Las consecuencias, terribles. La solución, nunca libre de polémica.
Una sociedad que ha luchado por los derechos individuales, ahora se encuentra con una situación en la que debería comportarse como lo hacen los bancos de peces ante un gran depredador. Pero nada más lejos de la realidad. Muchos prefieren seguir por la senda de lo singular, como hasta ahora. Y es que trabajar en grupo se aprende, se enseña, se ensaya. Pretender conseguir que ante un problema, nos comportemos de forma única, es como poner vallas al campo al primer intento.
Por otro lado, el enemigo infiltrado, sin saberlo, o eso quiero creer, está seguro de comportarse de manera genuina. Y hace alarde de su derecho firme a la hora de reivindicarse en perpetrar sus acciones, por muy a contracorriente que parezcan, por antipopulares que sean. Y se me viene a la memoria lo de si no quieres caldo, toma dos tazas.
Estamos ante dos posturas antagónicas en las que todos perdemos. El sistema, por no adecuarse tan rápido como quisiera y el individual, que engalanado con vitolas de libertad, se autodestruye y nos arrastra a cada uno de nosotros de manera inevitable.
Los “negacionistas “infiltrados, con objetivos vitales como celebrar fiestas, reunirse con quien quieren y llevar la mascarilla donde les plazca, se deben enfrentar a la mirada rabiosa del que cumple, como el pez en el banco y al pesar del atónito macho alfa estatal, que contempla cómo su fórmula mágica del éxito, pierde fuerza y coraje, tornándose completamente estéril e inútil.
Y yo , voy contemplando, de manera anticipada, cómo quedará todo este entuerto en un futuro. Y miro que el daño que este virus ha generado, en parte, proviene de nuestro comportamiento. Y pienso en si puedo confiar en la responsabilidad de la gente aquí y ahora, cuando en el pasado no eran capaces ni de ponerse una mascarilla por el bien de todos. Y dudo en dar mi confianza a los dirigentes que no eran capaces de mirar más allá de sus intereses partidistas, aromatizados con el perfume de la inoperancia. Y renuevo los votos a la hora de constatar que el hombre, en demasiadas ocasiones, es el lobo para el hombre. Mientras tanto, sólo me cabe esperar.
Si el tedio se llegó a convertir en la moneda con la que pagábamos nuestro tributo por vivir, la incertidumbre es la vuelta que nos ofrece la vida, de la noche a la mañana, sin previo aviso.
La experiencia es necesaria en nuestro día a día. Permite regar nuestra zona de confort, marcando las directrices necesarias para saber qué hacer en cada momento. Pero nos ha tocado vivir entre terrenos inestables, que impiden ahincar el pie con firmeza y decisión. Hoy es la pandemia, mañana Dios dirá. Es por ello que deberíamos aprender la lección que saquemos de todo esto, preocupándonos en contemplar la luna, señalada por el sabio y no quedarnos absortos, mirando el dedo.
Estamos acostumbrados a navegar con seguridad, comprada o adquirida. No sabemos hacer otra cosa que planificar, a corto, medio y largo plazo: vacaciones, vivienda, vida. Y así debe ser a pesar de todo. Pero esta pandemia nos debe hacer creer en esos lemas ya tan desgastados como el carpe diem que adquieren todo su sentido, cuando vemos pasar a la parca demasiado cerca y de forma tan multitudinaria. Muchos, no necesitan un mal apocalíptico para entender esto ya que sufren en sus carnes tragedias y calamidades que hacen que lo que sucede hoy en día, sea un juego de niños. Pero si deberíamos ser conscientes que aunque nos parezca que la armonía es lo cotidiano, no es así. El caos lo gobierna todo y es por ello que deberíamos tener en cuenta que cada minuto es único y que todo puede doblegarse, como aquellos renglones torcidos de Dios.
Y me levanto, intentado olvidar estos últimos meses, raros, difíciles, excepcionales. Intento hacer vida normal, sabiendo que no es más que un engaño para facilitarme la nueva etapa en la que estamos inmersos. Relleno mi bote de hidrogel, busco la mascarilla e incluso cojo algún guante, por si acaso. Bajo por las escaleras. Intento no tocar nada. Las manetas de las puertas las sigo viendo como peligrosas. Y el aire me golpea, esta vez si, como siempre. Comienzo a caminar y veo a mi lado un grupo de jóvenes sin mascarilla. Y una familia al completo sin mascarilla. Y un par de ancianos con la mascarilla, pero mal puesta. Y me alejo lo suficiente para contemplar, como las terrazas están llenas con gente abrazándose, compartiendo riéndose y disfrutando.
Y vocifero para mis adentros y me pregunto si estoy haciendo el panolis, ataviado con mascarillas, siendo prudente y manteniendo las distancias. Y cierro los ojos y veo a miles de contagiados, miles de familias que han perdido a alguien por culpa de esta enfermedad. Y me apretó con más fuerza la mascarilla, sabedor de que hago lo correcto, alejándome de la complicidad de todos aquellos que no cumplen y que son culpables de lo que puede venir, de tanto sufrimiento y dolor.
Y ya es mañana y me levanto y relleno mi gel hidroalcohólico…